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lunes, 15 de mayo de 2017

CAP. 53 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



De cómo faenar en el mar



adoul nos contó que, a veces, los pescadores de la zona se metían en aguas españolas y los soldados y marineros caballas, como ya les conocían de otras veces, les avisaban y ayudaban a volver a aguas marroquíes. Aquello había dado pie a que, desde que la pesca escaseaba, esos mismos pescadores se dedicaban a sobrepasar el límite jurisdiccional no por despiste, sino por dinero. Pero, claro, no iban solos. Sus clientes eran gente como nosotros. En Castillejos, un poco más al norte, muchos se dedicaban tanto a la pesca como al transporte de personas. Y, cada vez más, remató. «Pero actualmente ya no lo hacen cuando quieren o lo necesitan, sino cuando se lo mandan otros hombres venidos de lejos. Y pasan miedo por hacerlo obligados. Aquí todavía no han llegado esos extranjeros. Quizás porque estamos más lejos de Ceuta y somos muy pocos. Son como vosotros». Adama ante la comparación saltó: «Nosotros no somos así». Y el pescador aclaró que solo se refería a nuestro color de piel, que él sabía distinguir a la gente honrada. En esta ocasión y por una vez, el bocazas no había sido yo. Por eso me reí. Y por esto otro me gané un puñetazo en el hombro. Pero Adama corrigió enseguida su metedura de pata al preguntar: «¿Abuelo, usted nos pasaría?». Fadoul reconfirmó que no era difícil, pero que se necesitaba un contacto en Ceuta para acoger al que llegaba durante algún tiempo y más si no se hablaba español, como era el caso. Tema en el que coincidimos Adama y yo. «¿Y usted no tiene ningún conocido allí?». Y esta vez fue él quien asintió. «Pero tendría que ponerle en antecedentes y cobraría dinero por hacerse cargo de vosotros y manteneros. En este asunto nada es gratis porque todos nos jugamos mucho. ¿Tenéis dinero, muchachos?». Antes de confirmarlo, nos miramos y llegamos al acuerdo que en ese momento era mejor decir la verdad. Y entonces nos explicó que tendría que viajar él antes para preparar nuestro traslado y, en el caso de que le dieran el alto, habría que esperar un mes para volver a intentarlo. El tiempo suficiente como para que no se viera extraño que un viejo se extraviara otra vez por el mar. Aquel viejo sabía más que Lepe. En cuanto las mafias se dieran cuenta de que era su mejor competencia una de dos, o le incluían en nómina, o le hacían desaparecer. Pero a nosotros Fadoul nos venía de perlas y no nos importaba que nuestro dinero se lo ganara él honradamente. No era como los mafiosos que pretendían lamernos la poza. No le veíamos tirándonos al mar ni agujereando una barca vieja, más que nada porque él iba a ir a bordo. Por ese lado podíamos estar tranquilos. Además no intentó imponer sus condiciones a priori, sino que fue Adama quien propuso pagar un adelanto y que una vez estuviéramos en Ceuta, y antes de desembarcar, satisfaríamos la deuda. El pescador lo entendió, pero pidió otra entrega a cuenta para el contacto de Ceuta. Y a nosotros nos pareció justo y lógico. Tampoco hubo ningún problema para fijar el precio final, sobre todo porque teníamos el dinero suficiente y aún nos sobraba. Si bien él quería cobrar por cabeza y Adama esgrimió que el esfuerzo para trasladar a uno era el mismo que para trasportar a dos. Ante eso la otra parte adujo que no come lo mismo un buey que una yunta. Y ambas partes nos avenimos a razones. También quedó claro que nosotros pagaríamos el resto de los emolumentos que pidiera el caballa por mantenernos un mes en su casa. El ceutí resultaría ser su sobrino. Había buena voluntad de todos y todos quedamos satisfechos del trato. Estas personas, aparte de buenos negociantes, también son muy hospitalarias. Saben perfectamente que un negocio debe satisfacer a las dos partes, si no, no llega a buen puerto, y nunca mejor dicho. Estuvimos unos días de montanera en su casa. Y por aquel entonces me acordé de que Adama, después de salir de Agadez huyendo de aquellos ladronzuelos, me había preguntado si yo sabía nadar. Así que, se lo pregunté yo a él delante del pescador. Contestó como era su costumbre, sin palabras y con un gesto negativo de cabeza. En cambio nuestro guía contestó de palabra: «Yo tampoco». Mientras reconocía este hecho, se levantó. Ahora deduzco que aquel hombre solo sufrió el mar, jamás jugó con las olas, si bien este le bendijo con sus alimentos. Por tanto, dejó de reparar la red, recogió sus herramientas y con estas y aquella en los brazos se alejó: «Esperadme aquí». Sus arrugas, tan marcadas como la boca en su cara, no se ajustaban con sus ágiles y rápidos movimientos. Una red como aquella pesa lo suyo y él la acarreó sin aparente esfuerzo. Cuando ya no nos podía oír, hice públicas mis dudas: «¿Te fías de él?». «Más que de las mafias ¿Qué remedio?». Adama tenía razón, qué podíamos hacer más que confiar en aquel hombre. Desde luego era mejor opción que los hombres de blanco. Volvió acompañado por una mujer a la que presentó como su esposa Kaima. Ella nos llevaría comida y todo aquello que necesitáramos. Y como quiera que él partía nos trasladó la responsabilidad de cuidar de ella. Esta aparente tontería, me hizo terminar de confiar en él. Nadie deja a tu cuidado a nadie y luego te la juega. Para protegernos del sol y dormir podríamos usar la cabaña donde guardaba los aparejos y en tiempos mejores la barca que se pudría ante nosotros. Si algo nos estorbaba teníamos su permiso para sacarlo fuera. La cabaña no era muy grande y contenía diversas objetos: remos, cabos, redes, boyas, bicheros, nasas… No tenía ventanas. Dentro, olía de una forma peculiar pero no me desagradó. Fadoul nos pidió que lo último en salir fuera la red que acababa de reparar. Allí nos dejó y allí dejamos las mantas y las alforjas. Hicimos sitio al colocar ciertos objetos y dejamos libre una zona donde acostarnos sobre la arena, porque la cabaña no estaba solada. Después de un buen rato, le vimos salir de su casa con un hatillo al hombro. Subió a su barca después de acercarla a la orilla tirando de un cabo anclado en la playa y nos saludó con la mano. Adama, curiosamente, correspondió con un “suerte” en voz baja y yo, más extrovertido, con movimientos de  brazos. Creo que el deseo de mi amigo era egoísta, porque la suerte íbamos a necesitarla nosotros. Y allí esperamos y pasamos tres días de playa. No sabíamos que el agua del mar no servía para lavar la ropa. Kaima nos riñó sin hablar y arrampló con chilabas y jerseys después de vernos restregar con arena las prendas y sumergirlas entre las olas. Lo cierto es que no sé si jugábamos o hacíamos la colada. De tanto meternos en el agua, cuando nos secábamos, yo notaba que nuestra piel quedaba blanquecina. Pero no dije nada. Simplemente creía que el mar tenía propiedades mágicas para aclarar nuestra piel. No sabría la verdad hasta que Fadoul volvió de su viaje. Si bien, antes de hacerlo, yo, con la espera, me tensaba más. Notaba que estábamos muy cerca y que por cualquier fallo todo se iría todo al traste. Pero estaba más equivocado que Carracuca. La espera, eso sí, se me hizo interminable. Me habían entrado las prisas, como ves. Vimos como volvían las barcas a aquella pequeña caleta, pero ninguna era la de Fadoul. No era mucho el fruto del mar que descargaban, pero lo compartían con Kaima. La mañana que siguió a la noche que volvió su  marido,  llegó  un  mercachifle
que aprovisionaba a las pocas familias de pescadores de diversos artículos y, en especial, de sal, imprescindible para ellas. Al verle llegar, Fadoul se tensó y antes de que aquel se apeara de su camello, este nos advirtió que no habláramos ni de nuestro acuerdo ni de nuestras intenciones. «Recordad, viajáis hacia el sur, no hacia el norte. Debéis inventar una historia». Por supuesto, la mentira no debía tener nada que ver con cruzar el estrecho. Si nos preguntaba el buhonero, lo mejor era no contestar o eludir la pregunta. Yo me sonreí. Eso a Adama no le iba a costar ningún trabajo, aunque a mí, por ser un boca chancla, estar callado me iba a costar más. Pero, esta vez, me propuse imitarle. No tuve ocasión de meter la pata porque el pescador prácticamente nos encerró en su cabaña. Le oímos decir que habíamos llegado del oeste con una enfermedad desconocida. Que tosíamos mucho y estábamos muy calientes. Eso me dio pie para interpretar mi papel y casi me destrozo la garganta de tanto forzarla para toser y que me oyera el comerciante. Este, ante la perspectiva de contagiarse, no alargó su visita más que lo preciso para hacer sus ventas y comer gratis. Aquellas familias mantenían su hospitalidad hasta con quien sabían que no debían. Por ello tuvimos que esperar a la tarde para enterarnos de las buenas noticias que traía de Ceuta el viejo. Durante la visita Fadoul entró en la cabaña nos pidió paciencia y un billete. A ambos nos extrañó que tan solo nos pidiera uno y a escondidas. Más tarde se aclararía el asunto sin que preguntáramos, como verás. Una vez desapareció el mercachifle, pudimos hacer nuestra voluntad y lo primero fue preguntar, como entenderás, al pescador como le había ido en Ceuta. Con una sonrisa en la boca nos contestó que tal como esperaba, aunque había un pero. ¿Cómo no? El precio de la estancia en la ciudad española. «Al decirle a mi sobrino que erais dos negros robustos y fornidos, y apoyándose en que las cosas se estaban poniendo feas, me dijo que el precio no podía ser el mismo». «¿Entonces, cuánto?». La respuesta vino en pesetas: Cinco mil por cabeza. Nos quedamos como estábamos. No sabíamos si teníamos suficiente o no. Nosotros habíamos atesorado dólares no pelas, como luego aprenderíamos a decir y Fadoul se manejaba en las dos monedas, la marroquí y la española. Jamás se nos había planteado un problema matemático de tal calibre. Un ejemplo claro de que para andar por la vida es conveniente saber un poco de todo y no un mucho de algo y nada del resto. Ser un especialista en mitocondrias no te exime de necesitar una hipoteca. Y si no sabes qué es la cláusula suelo, el interés fijo o variable, o el TAE ya sabes lo que te pasa. Ir al cole y tener más de un trabajo es mejor que saltarse el primero y engrosar el paro o saltarse el primero y caer en el paro. O cumplir con la escuela y apuntarte al paro, Porque la posibilidad inversa es casi imposible. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami, que el viejo nos devolvió el billete y descubrió nuestra intriga. Había contado al buhonero que un turista loco y raro había pasado por allí y les había comprado pescado en salazón. Y como les pagara en esos billetes, que eran los únicos que tenía, quería saber si valían algo. El comerciante le había dicho que sí, que sí valían, y que en el mercado negro podría obtener una buena cantidad de dirhams. Es más, también le contó que si pasaba alguna vez a Ceuta y se pasaba por un banco sacaría cincuenta billetes o más por cada uno que tuviera de esos, porque en España se pagaban más, eso sí, en pesetas. «Así que, vosotros sabréis si tenéis bastantes de esos dólares para pagar a Nadim». Al ver nuestras caras y las miradas que nos echábamos se convenció de lo contrario. Habíamos llegado a un punto ciego más que muerto. Como ves, el dinero trae preocupaciones y complicaciones. Nosotros habíamos conseguido moneda marroquí pero era el que habíamos entregado como adelanto a Fadoul. Solo nos quedaban los dos rulos de dólares. Y allí donde estábamos nadie sabía multiplicar. Ese fue el motivo que retrasó nuestra entrada en Ceuta. Después de darle muchas vueltas al asunto los dos que discurrían mejor que yo encontraron una salida al entuerto del dinero. No era la perfecta, pero al menos nos permitiría dar un paso al frente. Verás, pagaríamos al viejo en pescado y una vez en Ceuta, cambiaríamos los dólares a través de su sobrino Nadim, porque él tenía pasaporte, y veríamos si le podíamos pagar. ¿Te imaginas como íbamos a conseguir lo primero? Pues pescando. ¿Cómo iba a ser, mon ami? Pero el viejo ya no salía a faenar a pesar de poseer una barca y todos los aparejos en perfecta conservación porque le gustaba y le entretenía. Y, además, presumía de tener las mejores en buen estado. Íbamos de problema en problema. Esta vez la salida fue propuesta por el armador. Tenía otro sobrino que andaba detrás de heredar en vida sus bienes de pescador. Podía hablar con él y hacer un trato para que saliera con nosotros a pescar. Pero esto obligaba a hacer seis partes de las capturas. Dos se las quedaba él como armador. Otras dos se las llevaba el capitán y el resto se lo repartía a partes iguales la tripulación que salía a faenar. No había otra posibilidad porque si salíamos a pescar Adama y yo solos no comeríamos en un año. ¿Y cuándo habríamos saldado la deuda con Fadoul? Ahí debíamos confiar en él porque iba a depender de la valoración de las capturas diarias y de la calidad de las mismas. Lo segundo era evidente, pero lo primero era la cuestión. Cuando solo hay una salida no existe la duda y más si las circunstancias no dependen de ti. Su sobrino debía aceptar, pero estábamos seguros de que el viejo pescador se lo pondría fácil. La tripulación que le imponía desde luego no era la que él elegiría: dos negros de tierra adentro que habían conocido el mar en ese momento y que vivían de la caridad de su tío. Aquello hacía más fácil confiar en él. El primer contacto con el pariente fue negativo. Aquel sobrino no debió ver conveniente ni productivo embarcarse con dos incompetentes y bisoños pescadores. Pero ante la insistencia de nuestro valedor y al ofrecerle este el usufructo de la barca desde aquel momento, no le importó la tripulación. Al fin y al cabo sabía que en poco tiempo nosotros abandonaríamos el arte de la pesca en el mar. Y el trato se cerró. Creo haberte dicho ya que el generoso viejo sabía más que Lepe, Lepijo y su hijo. Hacía negocio con todo y con todos, a pesar de tener poco, amén de que todos quedábamos contentos. Con este trato se aseguraba comer todos los días mientras vivieran él y su sobrino, porque la barca no iba a heredarla Nadim, el sobrino caballa que, según su tío, sabía pescar tanto o menos que nosotros y al que le daba miedo el mar. Así que, de pronto, una vida y un jefe nuevos nos esperaban. Y más duros de lo que imaginábamos. Pero el joven también salía beneficiado. Cuando muriera su tío sería también el armador de la barca y cuando nos fuéramos recurriría a sus compañeros de trabajo para componer una buena tripulación y ser más productivo. En poco duplicaría sus ganancias y a la larga los cuadruplicaría. Eso sí, tenía que ser capaz de manejarse con dos advenedizos durante un tiempo. Y llegó el día de echarse al mar. Vi a Adama bastante preocupado. Recuerda que no sabía nadar y que su mano, digna de una damisela del romanticismo, no estaba hecha para el trabajo manual, bon, de ningún tipo en realidad. Pero dos hechos le hicieron mudar el visaje. Nuestra cocinera, Kaima, después de echarnos un almuerzo en la barca para los dos, le hizo un gesto para que se acercara. Antes de hacerlo, su marido ofreció a mi amigo un viejo y gastado chaleco salvavidas que no rechazó. «Dile a Dikembe que solo tengo uno». Y después, en silencio, como todo lo que hacía esa mujer, le vendó la mano con mimo y con unos trapos viejos. Cuando me llamó a mí le grité que yo no lo necesitaba. Y se rió. Y te diré que con toda la razón del mundo, porque cuando regresamos hubo de hacerlo, pero no por precaución, sino por las heridas del roce de redes, remos, sol, salitre y demás. Y lo hizo con otra sonrisa, esta más socarrona que la primera. Los siguientes días, hasta que se me curaron las palmas de las manos, Adama no me dejó coger el remo. Me devolvía el cuidado de su mano. Kaima me las curaba al amor del fuego, en su cocina, y ante un Adama interesado. Siempre hemos seguido el refrán que reza: Manos que no dais, ¿qué esperáis? Aunque hasta no llevar en España algunos años, no lo conocimos. Lo cierto es que siempre nos sorprendemos de todo aquello que uno dio y da al otro. Y viceversa. No dejé que nadie me
prohibiera tirar y recoger la red que me correspondía. Si no, las capturas hubieran disminuido, aunque no en números absolutos sí en porcentaje. Se hubieran quedado en el 50%. El capitán Mobarak ni remaba ni faenaba. Se dedicaba al timón, a gritarnos y a elegir el lugar donde echar las redes. Si bien, por la cuenta que le traía, nos enseñó a pescar. A gritos, pero nos enseñó. Lo bueno es que lo hacía en árabe por lo que Adama se reía y me imitaba en todo aquello que me veía hacer. En algunos momentos incluso lo pasamos bien. No decía nada, pero las manos me dolían que ni te cuento. Tanto como la mirada de mi amigo al no poder ayudarle a varar en tierra la barca. Quizás por vernos sufrir y con el pensamiento puesto en el futuro, a pesar de su edad, Fadoul decidió salir a pescar de nuevo. Sabía que si su sobrino se echaba atrás, perdería mucho. Ver a dos jóvenes luchar por sobrevivir le animó a ello, supongo. Y también, supongo que le traeríamos a la memoria a su hijo ahogado. Y, de alguna manera, le serviríamos de consuelo. Soy de la opinión de que las personas vividas y vivaces entienden que la muerte esconde la vida. Otra cosa es el dolor que causa, ese cada uno lo gestiona como sabe o como puede. Y esa decisión ajena, cambió nuestra mala racha de capturas. Fadoul sabía por donde se movían los bancos de peces. No podía explicarlo pero acertaba. Por más que le preguntaba Mobarak, su tío le decía que no era una ciencia, sino intuición. Yo creo que ese hombre había llegado a pensar como los peces. Y esa comunión entre el mar, sus habitantes y el hombre me trae a la memoria un libro de Ernest Hemingway, como te habrás imaginado, porque fuiste tú quien me lo dejó(1) y que tantas veces he releído. Bon, el caso es que el fruto de nuestro trajín con el viejo a bordo aumentó y disminuyó el tiempo que pasábamos en el mar. De dolerme todos los músculos y huesos pasé a reconocer que había algunos que ya se habían acostumbrado al esfuerzo diario que, por otro lado, me musculó. Igual le pasó a Adama. Mientras me duraron las heridas palmares mi amigo fue el que mantuvo en buen estado los aparejos del viejo. Si se me ocurría coger algo con las manos, aparecía Kaima, me lo arrancaba sin ninguna contemplación, le daba un pescozón a Adama y se iba sin decir nada. «Tal para cual» decía yo en voz alta para que me oyeran los dos, tanto mi amigo que me miraba y seguía con las reparaciones como Kaima que ni se volvía. Él y ella hubieran hecho una pareja perfecta. Y cuando todos aprendimos de Fadoul, incluido Mobarak, el maestro ya no hizo falta. Terminamos por ser un buen equipo los tres jóvenes. Prácticamente ni hablábamos. El marroquí había salido a su tía y yo me había acostumbrado a no distraerme mientras trabajaba. Y como los peces hablan tanto como el tercero en discordia, muchos días volvíamos a puerto sin haber dicho ni una palabra, salvo los tacos que yo soltaba cuando erraba. El matrimonio nos despedía todos los días. No nos faltaban ni los buenos deseos y ánimos de él como el almuerzo y el silencio de ella. Si no, no hubiéramos aguantado salir cada día con el sol en la cara y volver con él a la espalda mientras, en ambos casos, nuestras sombras se alargaban como la lengua de los camaleones. Al volver se equiparaban las posturas de la pareja. Ambos nos recibían con una sonrisa de alegría por el simple hecho de que volvíamos. No necesitaban más. Y si lo pienso ahora, yo tampoco, en aquellos momentos todavía no había aprendido a leer en la cara de las personas, si excluyo a Adama. Es grato que te despidan cuando sabes que te van a recibir mejor, independientemente de los frutos de tu salida. Fadoul con solo un vistazo sabía cuanto habíamos pescado. Y aun así siempre preguntaba como nos había ido el día. Aquel poder vivir del trabajo hizo que Adama se olvidara de sus miedos y sus limitaciones manuales. Aunque nunca renunciaría a sus trapos y a su chaleco. También le serviría de aprendizaje para el trayecto hasta Ceuta. Yo, tanto en los ríos en los que nos bañamos, como en la playa aquella, había intentado enseñarle a nadar. Pero, por el motivo que fuera, no aprendió. Ni él ni yo nos hemos rendido ante nada, pero hoy ambos sabemos nuestras limitaciones. En aquel momento no, y Adama había dejado atrás el sentimiento de inutilidad que revienta cualquier autoestima. Por eso los maltratadores lo primero que atacan en las mujeres, para dominarlas, es su afán de mejorar la propia actuación y su dignidad. También es cierto que los desvelos de Kaima y el cariño que proyectó sobre Adama, ayudaron tanto a uno como a la otra. La capacidad de amar de esa mujer se veía aumentada por todo el amor que no había podido regalar a su hijo adolescente. El amor nunca se pierde. Cierro los ojos y veo a un Adama muy bien vestido porque la exmadre así lo quiso. Aparte del afecto también le regaló la ropa del difunto. Y no expreso envidia, sino satisfacción, porque a mí también me tocó parte. Le veo avergonzado ante mis risas por ser mimado por Kaima y con la mirada huidiza ante la mía por no  conocer  ese   sentimiento.   En
aquel pueblucho de pescadores las necesidades que cada uno tenía encajaron entre sí como las leyes de una teoría científica. Vivimos unos meses de felicidad, me atrevería a decir hoy. Sí, de felicidad. Al menos es el poso que he encontrado en mi corazón de aquellos días tan duros como los anteriores y los posteriores. Volví mucho después, pero Rincon de Medik no era reconocible, tan solo el mar y en la lejanía. No encontré ni rastro de la pareja ni de Mobarak ni de otros pescadores. Ahora y allí pescan turistas. Y ya no es una aldea, sino un entramado de negocios hosteleros que se adentran en el mar y que han sepultado el origen de aquel rincón, para bien o para mal.    
Difícil es posicionarse cuando sobrevivir es una cuestión vital. Bien está que, como están las cosas, se luche por el medio ambiente, que se cuiden las playas, que el ladrillo no invada el paisaje, que posibilitemos a la naturaleza el mantener su equilibrio, pero si los recursos desaparecen o cuesta tanto poner un plato en la mesa, o te vas de donde vives o sucumbes. Lo primero es el ser humano pero, por ese mismo motivo, el cuidado del lugar en el que habita hace ulterior lo primero. De momento, la Tierra es la única ubicación factible para que el ser humano se perpetúe. Ojalá algún día cercano podamos elegir entre nuestro Planeta Azul y otros. Pero también es necesario que sea así, que podamos escoger al menos entre dos opciones y no tengamos que huir de nuestros orígenes, como ocurrió en aquella aldea marroquí de la que Dikembe nos habla.
Pensarás que cómo es posible que me acuerde de tantos detalles intrascendentes o no de mi vida. Es muy sencillo. Yo tengo tres memorias privilegiadas. La primera es a corto plazo, pero como no me importa qué he hecho hace una hora nunca la he trabajado. Además ha sufrido bastante por mi edad. La segunda, a largo plazo, no ha perdido nada con el paso de los años. Es más, yo diría que lo pretérito se ha avivado en mi cabeza. Y la tercera, la memoria fotográfica. Una gran ventaja. Hay que trabajarla, pero entre la anterior y esta me es fácil cerrar los ojos y trasladarme a cualquier momento de mi pasado y ver los rostros que conocí y los paisajes que contemplé. Y eso me lleva a los olores, a los sabores, a las palabras… Cuesta trabajo, aunque, por el tiempo del que ahora dispongo y la presión a la que me sometes, recordar es simplemente cuestión de ponerme a ello. Y al respecto he llegado a una conclusión: Si no fuéramos capaces de olvidar no podríamos vivir. De la misma manera que ser un genio es una condena, acordarnos de todo nos mataría. Ahí te dejo este corolario para que le des vueltas y me cuentes cuando vuelvas. Aunque no nos faltará de qué hablar, al menos al que firma. Un saludo,







(1VG) [↑][Volver] Dikembe se refiera a El viejo y el mar, novela escrita en 1951 y publicada al año siguiente. En mi opinión uno de los libros que debían ser de obligatoria lectura para todos los que han pasado de los 60 años, hayan tenido o no relación con el mar. 


Imagen 1. Foto bajada de http://www.stichtingdalel.org (original en color). Retocada.
Imagen 2. Foto bajada de allimite.mx (original en color).
Imagen 3. Foto bajada de m.saysay79.fr.gd.


6 comentarios :

  1. Pues sí que aprendieron estos dos amigos, hasta pescadores... Lo de la memoria es curioso, nos acordamos de cosas que sucedieron cuando éramos niños, pero no de lo que comimos ayer, por ejemplo... Y los olores, eso es algo que me llama a mí la atención, recordar un olor que representa un momento de mi vida... es cuanto menos, curioso...
    Bueno, J.C. hasta el próximo día, abrazos.

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    1. Esa es la memoria selectiva. Cuantos más años cumples, más olvidas el ayer y más recuerdas el anteayer. Gracias, Ligia. Un abrazo. JC.

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  2. Menos mal que hay una tregua, y además agradable.
    Dar con buenas personas, se lo merecían ya.
    Cuando yo leí "El viejo y el mar", no tenía todavía los 60 años, pero me gustó muchísimo.
    Hasta el lunes J.C.

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    1. Yo lo leí de muy joven, y lo volví a releer ya de madurito y lo disfruté las dos veces. Gracias, Varinia, hasta el lunes. JC.

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  3. Que alegría leer que Dikembe guarde recuerdos felices de su temporada con Fadoul y Kaima, seguro que para éstos también los fueron.
    Ah! Y me gusta la última reflexión de Dikembe en este capítulo "si no fuéramos capaces de olvidar no podríamos vivir", ¡cuanta razón!
    Me la guardo =)
    Besitos JC

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    1. Para ti para siempre, ja, ja. Gracias Amanda, un beso. JC.

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